Imágenes hechas a mano en la ruta de las artesanías de México

The New York TimesMéxico

En el camino hacia las ruinas semienterradas de San Juan Paringuricutiro, pasando los arcos de piedra cubiertos de lava hace menos de 80 años, levanté la vista por sobre las escarpadas torres de basalto y miré el cono de ceniza del Paricutín, uno de los volcanes más jóvenes del mundo, que se cernía como un fantasma sobre el horizonte.

Ya antes había yo visto paisajes como este, en tonos expresionistas de cobalto y berenjena rematados con resplandecientes destellos anaranjados del pintor conocido como el Dr. Atl. A partir de 1943, cuando el volcán brotó de un maizal en el estado de Michoacán, en la parte occidental de México, el Dr. Atl, junto con docenas de artistas y científicos de todo el mundo, se dedicó durante años a captar este milagro geológico. Sin embargo, ninguna de sus pinturas me había preparado para la singularidad alucinante del volcán original: un lugar que invierte el tiempo geológico, donde el suelo bajo los pies es más joven que las torres huérfanas de la iglesia que se erige encima de él, donde una montaña —una parte inamovible de cualquier paisaje común y corriente— solo tiene unas cuantas décadas de antigüedad.

Mientras contemplaba el altar de la iglesia con helechos colgando conservado milagrosamente, se me ocurrió que el Paricutín constituye una metáfora de la región circundante de la meseta Purépecha, famosa por sus comunidades indígenas protegidas con ahínco y por las tradiciones artesanales sin paralelo que florecen en su interior. Pese a que los extranjeros y los mexicanos de las urbes en general consideran esas tradiciones reliquias estáticas, en esta región son dinámicas, están en constante cambio y generan nuevos símbolos con la misma energía creativa espontánea que hizo que el Paricutín emergiera de la corteza terrestre.

En los últimos años, también se han visto muchos proyectos nuevos —un centro cultural, un atractivo restaurante— que, en su propio estilo modesto, han comenzado a reconfigurar a Uruapan, una ciudad industrial de aproximadamente 330.000 habitantes. En la campiña circundante, salpicada de aldeas de artesanos menos conocidas que las que están cerca del lago de Pátzcuaro, hacia el este, la sensación de inseguridad también ha afectado a los artesanos, quienes dependían del turismo para obtener una parte importante de sus escasos ingresos anuales.

En la carretera hacia Uruapan

Una fría mañana de agosto, conduje de Ciudad de México hacia el oeste y me detuve en la imponente capital de cantera rosa del estado de Michoacán, Morelia, en las ruinas impactantes de Tzintzuntzan y en el pintoresco pueblo de Pátzcuaro, situado a la orilla de un lago hasta que llegué a Uruapan unos días después.

A diferencia de Morelia y Pátzcuaro, que son unas ciudades coloniales asombrosas, los atractivos de Uruapan son más sencillos: pasar las noches mirando a la gente en la plaza central; comer tamales de maíz dulce (llamados uchepos) en el Mercado de Antojitos; y beber un aromático café negro en el Café Tradicional, una cafetería con luz tenue y paredes revestidas de madera y con una atmósfera tan densa como el humo del puro.

Aquí conocí la primera noche al historiador y profesor Arturo Ávila. “A lo largo de los siglos, Uruapan siempre ha sido un cruce de caminos”, me dijo. La ciudad moderna de Uruapan, que antes de la llegada de los españoles era un pueblo de indígenas, fue fundada por los monjes franciscanos en 1533 y declarado asentamiento de los pueblos indígenas en 1540. Un jardín común y un hospicio público constituían el centro del pueblo, donde los tejedores venían a cambiar rebozos de algodón por tazones de barro hechos en los pueblos alfareros del norte o petates procedentes de las orillas del lago.

Ávila me comentó que los productos que ahora consideramos artesanías en un principio se elaboraban por necesidad con los materiales disponibles y vinculaban a las comunidades mediante una dependencia mutua. Según Ávila, más que objetos de arte, eran conocidos como “la destreza y el destino” de cada pueblo, una división del trabajo consolidada bajo el gobierno de la Colonia.

La “destreza y el destino” de Uruapan eran mercantiles, primero como centro de comercio para los artesanos de los alrededores que bajaban en grandes multitudes al pueblo, especialmente en Semana Santa. Sigue habiendo vestigios de esa tradición durante las celebraciones de Pascua de la ciudad, cuando los artesanos de todo el estado venden sus utensilios en la plaza central y bajo los achaparrados arcos de piedra del antiguo hospicio, que ahora es el Museo Indígena La Huatapera. El Domingo de Ramos, el mejor día del año para visitarla, Uruapan inicia los concursos de artesanía más bonitos de los más de 20 que hay en el estado de Michoacán, mismo que reúne en un solo lugar a los artesanos más diestros.

La mañana siguiente de conocer a Ávila, hice un corto viaje en taxi al Hotel Mansión Cupatitzio ubicado en la cima de la montaña, un retorno al encanto de una hacienda de la década de 1960, donde degusté un café en los jardines cubiertos de flores y luego deambulé por el Parque Nacional Barranca del Cupatitzio, uno de los parques urbanos más bellos de México, fundado en 1938. Pasé casi una hora paseando por las veredas de piedra, humedecidas por una niebla procedente de las cascadas. Seguí el río hasta donde se vacía en cuencas de un azul tornasolado, se precipita bajo puentes arqueados y se desliza sobre fuentes geométricas de estilo precolombino.

Donde terminaba el parque, el río se levantaba hacia una descarga de luz que rebotaba de los altos muros de piedra de la Fábrica San Pedro, dedicada a los textiles, otra de las razones por las que quería visitar Uruapan. Durante la primera mitad del siglo XX, la Fábrica San Pedro, que obtenía su energía del río Cupatitzio, había sido una de las fuentes de trabajo más grandes de la ciudad. Hace cuatro años, en marzo de 2016, esta fábrica, en declive durante décadas desde la Segunda Guerra Mundial, reabrió sus puertas como un centro cultural administrado por la fundación del artista residente en Ciudad de México Javier Marín (quien nació en Uruapan) y la familia Illsley, la cual compró la fábrica en 1995 para rescatarla de los desarrolladores inmobiliarios.

Walter y Bundy Illsley llegaron a México en la década de 1950. Luego de décadas en Michoacán, Walter introdujo los sistemas de irrigación en los pueblos pequeños y fue uno de los fundadores de la Facultad de Agrobiología de la universidad estatal de Michoacán. Junto con Bundy fundó una pequeña empresa textil, Telares Uruapan, y colaboró durante años con luminarias del modernismo estadounidense como Alexander Girard y Francine Knoll en diseños personalizados. Pese a que Textiles San Pedro ya no trabaja a escala industrial, sigue produciendo textiles gracias a los telares de Telares Uruapan, que ahora administran los hijos de Walter y Bindy, Susana y su hermano Rewi Illsley, en los antiguos espacios de almacenamiento de la fábrica.

El día que la visité, Bundy Illsley, junto con Rewi y la hija de Rewi, Clara, me enseñaron la amplia galería central de la fábrica —alta y angosta, donde se respiraba un calor tropical— y luego el sótano, entre hileras de maquinaria obsoleta alineada bajo rayos quebrados de luz polvorienta: un museo de una industria muerta. En la parte de arriba, visitamos la pequeña tienda de los Textiles, en la cual se vendía un arcoíris de servilletas y manteles hechos en lo telares manuales de Illsley, y prendas de la diseñadora Minori Kobayashi, quien llegó a Uruapan en la década de 1970 y se quedó para siempre. Hojeamos los muestrarios de telas que Bundy Illsley había desarrollado y producido para Knoll y Herman Miller. “El diseño siempre ha sido parte de nuestro mundo”, comentó Illsley.

Hacia las aldeas de artesanos

La mañana siguiente, con una lista de aldeas y nombres de artesanos recabada los días anteriores, salí de la ciudad por el norte y me adentré en el campo abierto de la meseta. A unos 40 minutos de Uruapan, pasé por el bello centro histórico de Paracho, un pueblo conocido por sus guitarras hechas a mano y por su animado mercado dominical, hacia la tranquila aldea de Ahuirán.

En una casa modesta situada en una calle pavimentada de concreto, me reuní con Rosa Liliana Bautista, cuya abuela, según dijo, fue la primera artesana en coser plumas en los bordes de sus rebozos, un estilo por el que ahora es famosa esta aldea. Aunque Bautista pasó cinco años en Estados Unidos, tejiendo con telas que le enviaba su madre, no fue sino hasta que regresó a su lugar de origen en 2014 cuando encontró mercado para su trabajo, principalmente para otros inmigrantes de Michoacán en Estados Unidos.

A escasos diez minutos de ahí por carretera, en la aldea de Aranza, a la orilla de las laderas de la montaña boscosa, Genoveva Zacari me mostró un algodón azul, blanco y negro tan fino como el encaje que ella y sus hermanas habían aprendido a tejer bajo la tutela de su madre. “La imaginación, la destreza e incluso el amor que sientes por el trabajo se reflejan en el diseño. Como, por ejemplo, este que hizo mi hermana y te puedo decir que no estaba de buen humor”, me dijo.

De las aldeas de textiles me dirigí a Angahuan, de donde parten excursiones al impresionante cráter del Paricutín, y pasé la noche en el sobrio Centro Turístico Angahuan administrado por la comunidad. Dos días después, luego de una excursión de un día a la cima del Paricutín pasando por las ruinas de San Juan Parangaricutiro, donde su capilla ahogada en lava es el único vestigio que sobrevive de la aldea, me dirigí hacia el norte a los pueblos alfareros cerca de la frontera con Jalisco.

En Patambam, me detuve en el taller de la familia Ayungua, al cual los habitantes de esta bella aldea con tejados de terracota llaman “el museo”. Aquí, tres generaciones de alfareros decoran cerámica de arcilla roja sin esmaltar con pinturas hechas de arcilla blanca, una variante reciente de las tradiciones de cerámica pulida esmaltada roja y verde que hacían la mayoría de las familias en este lugar, de acuerdo con el experto en artesanías Rick Hall, quien cada año durante la Semana Santa dirige un recorrido guiado por la meseta que pasa por su galería de Pátzcuaro, Zócalo Folk Art.

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